Nuestro querido despotismo y la sagrada ignorancia

23.01.2014 08:21

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El pueblo de principios de siglo, por heroico que se manifestara de 1808 a 1814, era un pueblo brutal y canalla. Miraba con ojeriza a Carlos IV porque lo conocía débil, y con entusiasmo a Fernando VII porque lo presentía tirano; a Fernando VII, que demasiado joven por entonces, ensayaba para el porvenir desde Aranjuez y el Escorial sus felicísimas dotes de asesino furioso, de parricida, de liberticida, de bestia alimentada con carne cruda.

Han sido los primeros años del siglo, con guerra de la Independencia y todo, los años más malditos quizá de toda nuestra historia. Guerra de la Independencia contra Napoleón, que obedeciendo a la fatalidad histórica de que era auxiliar inconsciente, repartía el derecho moderno a cañonazos por Europa; pero no guerra de la Independencia contra la monarquía y la Iglesia; no guerra de la Independencia contra el envilecimiento de todos, los de arriba y los de abajo; no guerra de santificación contra la repugnante lepra que roía el cuerpo nacional desde las uñas de los pies hasta la mollera de la cabeza: la única guerra que en aquel tristísimo período podría la conciencia moderna encontrar bendita.

Se ha reconocido odioso el grito romano de ¡panem et circenses! Pues la misma responsabilidad de infamia para los venerables muertos, nuestros antepasados, que deshonraban hasta a la atmósfera encargada de transmitir la onda sonora, con el grito, o el aullido, o la exclamación de bestia, de bestia humana; con el grito, o el aullido, o la exclamación de ¡pan y toros! -variante de aquel en que gastaba los restos de su energía la Roma de la decadencia-. Yo digo que un pueblo que grita eso y que hace de los espectáculos bárbaros una institución, una institución sagrada, merece morir abrasado por todas las lenguas de fuego que cayeron sobre Sodoma, y que su territorio, después de devastado y yermo, debe ser sembrado de sal para que en él sea imposible la vida durante una porción de siglos; yo digo, en una palabra, que es una iniciativa generosa la de hacer desaparecer del mapa las naciones que deshonran a la especie humana, y que un pueblo que, después de haberse batido como una fiera para defender su santa ignorancia, sus terruños y sus cuevas, grita desaforado detrás de la carroza de su amo ¡viva la Inquisición!, ¡viva el rey absoluto!, ¡vivan las cadenas!; un pueblo que presencia tranquilo en 1830 la clausura de las universidades, y en 1814 y en 1815 el restablecimiento de la Inquisición y el de la peligrosa cuadrilla de Loyola; un pueblo que ve en dos años, desde 1816 a 1818, ¡en sólo dos años!, desaparecer todo su poder y toda su influencia colonial por la sevicia y la corrupción de sus administradores, por la infamia moral y la miseria cerebral de su amo, del imbécil Fernando VII: en 1816, casi todo el continente americano de un golpe; en 1817, Montevideo conquistado por el vecino rincón de Portugal; en 1818, las Floridas arrebatadas por la República americana; un pueblo que en 1823 se lanza al pillaje por los campos, ostentando, como especie de razón social, el título de serviles -¡serviles!- en contraposición al de masones, comuneros y anilleros que habían adoptado los liberales; un pueblo que en el mismo año de 1823 permite la entrada -¡aquí, en este sagrado territorio de la patria!- de innúmera legión de soldadesca francesa, de más de cien mil esclavos galos, enviados por por Luis XVIII para el sostenimiento en la tierra ibera de la santa Inquisición y de la sagrada ignorancia, ocupación vergonzosa que amén de otros costosísimos dispendios, sacrificó el erario patrio con el desembolso de 320 millones de reales; un pueblo que permite y defiende y sanciona todas esas vergüenzas, es un pueblo que podrá merecer bien de la barbarie, pero no de la civilización, de la cual, antes que de nada ni de nadie, nos proclamamos hijos, hijos amantísimos. Porque ¿qué vale, ni significa, ni representa la idea de territorio junta a la idea de inmensidad?, ¿qué el concepto tísico de patria al lado de la idea de humanidad? Una porquería, una miseria. Y una porquería no tiene jamás del derecho de sublevarse.

Tuvo, pues, el pueblo su querido despotismo, y fue feliz. Ahora quiere libertad, igualdad y fraternidad, libertad, igualdad y fraternidad económicas; y como ni las revoluciones geológicas, ni las revoluciones sociales, se producen por decretos, y no es tan fácil improvisar una tempestad o una revolución como un discurso, la canalla, la oclocracia, el elemento revolucionario radical de todos los países, se retuerce en movimientos febriles de desesperación, y acusa a sus capitanes de ineptos, porque no saben llevarlo a la victoria como ellos desearían, a marchas forzadas, de tal modo que, habiéndonos acostado una noche bajo el dominio de la monarquía o de la república, de un sistema gubernamental cualquiera, nos despertásemos al día siguiente en pleno régimen anarquista, con la solidaridad económica por bases, y la de federación de vocaciones y oficios por procedimiento.

Que cada cual hable en nombre del país en que ha nacido. Sostengo que el pueblo español de la primera mitad del siglo XIX era feliz, al modo que lo son los bueyes que tienen buenos terrenos donde pacer, y sostengo también que trabajaba menos y hacía vida más bestialmente satisfecha que el pueblo de los demás países de Europa. Había hecho de su estupidez una coraza, y contra ella botaba, por admirable ley de refracción, lo mismo las inclemencias del frío que las del calor. Lo que la coraza no bastaba a rechazar era el latigazo del déspota en pleno rostro, ni el espectáculo insolente de la lascivia y la glotonería del fraile y del mandatario; pero cosas eran ésas tan corrientes, como que el sol apareciera todos los días en el horizonte; y además había criado callos en la cara y cataratas en los ojos. No era completamente sensible, y en esto tenía también una vaga semejanza con las piedras de la calle.

No producía nada el obrero de entonces: el laboreo del campo, sencillo como en los tiempos del patriarcado bíblico, y los menesteres y oficios rutinarios de la ciudad. No había industria nacional tampoco, a no ser que se dé este nombre de industria a la elaboración por las monjas de San Leandro, del Císter o de la Trinidad, de los pastelillos rellenos y otras golosinas con que han extendido su fama hasta nosotros. Alguna fábrica de bayetas en Antequera, de papel en Alcoy, o de tejidos de algodón en Cataluña, era todo cuanto en orden fabril se producía en la Península.

La avaricia del rey o de sus ministros, no sabiendo, pues, de qué echar mano, no sabiendo sobre qué punta de alfiler funda una nueva gabela, un nuevo arbitrio, sin dar importancia siquiera a las inicuas ocultaciones de propiedad que tanto contribuyen al estado permanente de déficit de nuestra Hacienda, extendió la mirada más allá de los mares, a nuestras riquísimas colonias ultramarinas, regentadas por arbitrarios virreyes como en tiempos de Las Casas, y envió a ellas, so pretexto de administración, verdaderas gavillas de ladrones, autorizadas para el pillaje y para el expolio, a partir ganancias con los directores de la política y la administración de España.

¡Es claro! Se agotó la paciencia de aquellas colonias, y emprendieron contra la metrópoli sangrienta lucha de emancipación, que hizo independientes a todos los Estados meridionales de América en poco más de dos años. He ahí por qué, la holganza sistemática de las clases productoras en España, fomentada y sostenida por el bodrio de los conventos, ha sido, en mi sentir, una de las causas que han determinado la emancipación de nuestras antiguas posesiones del Sur de América y de los florecientes Estados Unidos mejicanos.

Así y todo, el pueblo de entonces continuaba siendo feliz, porque seguía a su gleba y posando los pies sobre su terruño. Ya podía reventar todo el universo, que como la catástrofe no alcanzara a España, gente por ahí despertara a la nueva vida. ¿Había toros y manolas y conventos? ¿Había también rey absoluto, al que hacía guardia de honor a todas horas un buen escuadrón organizado de serviles? Pues había cielo también; y esta vida, esta triste vida humana, ofrece muchos puntos de contacto con la gloria, digan lo que quieran los sabihondos y los que quieren arreglar al mundo con arreglo a sus caprichos. La vida es buena, y un buen plato de gazpacho tiene un sabor delicioso que deleita a todos los paladares. Este era el criterio antepasado de los braceros de antaño.

Pero, a partir del año cincuenta y tantos, ¡qué grande angustia! Se había erguido el espíritu nacional como un músculo que pide ejercicio, que se dispone a la obra, y una porción de hombres generosos se lanzaron en una especie de resurrección del cristianismo primitivo, al apostolado de la religión democrática, por el campo y por la ciudad, a manera de misioneros del progreso, semejantes todos en que llevaban el signo del pensamiento vívido en la frente, y la palabra sublime de amor en los labios. Asaltaron cuantas conciencias hallaron al paso; y antes del año 68, diez años antes cuando menos, ya la revolución estaba echa en los espíritus. Sólo que aquellos propagadores confundieron la generosidad con el despilfarro, y fueron demasiado dogmáticos -defecto propio de todos los apostolados- para dejar de ser platónicos hasta el delirio. No ha habido una sola doctrina, lo mismo política que religiosa, que haya dejado de ser socialista allá en la génesis de sus comienzos.

La misma doctrina de Cristo, la más extendida de todas por nuestras civilizaciones occidentales, ha dejado caer con peso de muerte sobre la cabeza de los poderosos abominaciones y anatemas que, si le enajenaron las simpatías de los ricos, le atrajeron en cambio la de los miserables -enemigos por instintos y horripilaciones nerviosas del capital-, haciendo inevitable aquella revolución religiosa, resplandeciente por contraste, sin embargo, del tiempo transcurrido, a fuerza de la enorme acumulación de harapos que llegó a reunir en poco tiempo. La democracia española tuvo durante su período de propaganda un fondo de socialismo tan marcado, que no pudiendo realizarlo allá en las esferas de la práctica el año 73, concluyó por matarla, apenas nacida a las entusiastas expansiones de la existencia. Y lo que creían lastre, se convirtió en peso que hunde. Un naufragio.

Le hemos quitado la creencia en Dios a la parte del pueblo que sabe leer, y le hemos rellenado en cambio la cabeza de frases y logomaquias casi míticas, importadas del tecnicismo metafísico que se usa en los libros y en las escuelas filosóficas modernas; lo hemos convencido de que vale tanto preocuparse de los problemas de la otra vida como de pensar en las musarañas, y estas seguridades nuestras lo han impulsado a no apasionarse de otra cosa que del íntimo contentamiento de su cuerpo, de la completa hartura de su estómago, de que el vientre se le redondee todo lo posible, y de que el patrón lo haga trabajar seis horas en vez de ocho, o cuatro en vez de seis. Ha perdido la costumbre de mirar a lo alto. De seguir así, es posible que a esos hombres del pueblo les salga un nervio junto al cogote, y que, como a los cerdos, les ea imposible levantar la cabeza para nada, teniendo que tirarse panza arriba en el suelo para ver el sol, con su hermoso disco ígneo, que parece cosa de fantasía.

Mirada la cuestión social bajo un punto de vista exclusivamente económico, resulta que no ha habido cambio más que en el precio de la producción, pero no en las condiciones de la producción. Los artículos de primera necesidad han encarecido notablemente, y todos los días se dibujan en ellos nuevas tendencias al alza. El alquiler de las viviendas también ha tenido un aumento considerable. Sólo el jornal del productor ha continuado sin variación sensible de progreso o retroceso, petrificado en su tipo medio. El preciso tipo medio para que no reviente de hambre en medio de la carretera. Ha tenido, pues, que redoblar el esfuerzo de trabajo para ir prolongando la vida a cuartos y a palmos; y esta violencia, esta coacción moral, de todos los instantes, con que él mismo se martiriza, lo empuja, fuera de su casa, a la taberna, y en su casa, a toda la serie de envilecimientos y degradaciones que forman el cortejo obligado de la miseria material, de la sangre empobrecida y de las panzas metidas hacia adentro.

Se ha resentido la constitución de la familia con este intolerable malestar económico. La madre, en las grandes ciudades, va al río a lavar la ropa; la hija a un taller, donde gana una peseta y pierde una pureza, en la promiscuidad de vicios aneja a las aglomeraciones de gente en una sala; con más frecuencia todavía al lupanar o al vagabundaje por las calles.

En los pueblos y las aldeas, la organización de la familia no es menos miserable. El padre se levanta del camastro al amanecer para ir al campo, frecuentemente acompañado de su mujer, y ya no vuelven en todo el día a la casa, hasta ya cerrada la noche. Quedan los hijos abandonados a sí propios, sin otra salvaguardia que la solidaridad de su común desgracia. Y apenas desarrollados, casi en estado lácteo todavía, sin sexo definido, ya se les obliga a que ayuden a sus padres en la odiosa lucha por la existencia con el trabajo de sus débiles bracitos, que arrancan hierbas medicinales y comestibles de los campos, en vez de solazarse con los dulces entretenimientos que son el más categórico derecho de la infancia: revolcarse como los pollinos y los animales jóvenes por el césped de los prados, y jugar a los arroyitos, a la gallina ciega, a lo que les da la gana, en el seno de la grande y próvida naturaleza, en constante ayuntamiento con ella.

La mesocracia, la clase media, como en el lenguaje más corriente se llama, es aún si cabe más desdichada, más miserable; recibe y sufre diariamente, por minutos, más cantidad de azotes que el Tercer Estado, que el mismo pueblo. La clase media española, sobre todo, es el Cristo ensangrentado y coronado de espinas, que cae tres veces con el madero a cuestas antes de llegar a fenecer en el suplicio. Puede decir también mirando al cielo, como el famoso reformador hebreo: “…¡Padre, padre mío!, ¿por qué me has abandonado?”. Tiene las miserias materiales de la clase obrera y las aficiones dispendiosas de la clase aristocrática. Es malaventurada, pues. De ella puede afirmarse, sin riesgo a equivocaciones, que come de vez en cuando. Sacrifica sus haberes a la ridícula vanidad del traje, y se estrecha el cinturón un punto más todos los días.

No hablo de la aristocracia, porque esa clase social no necesita sino que se le extienda la partida de defunción para ser enterrada con todos los honores que corresponden a sus infamias y latrocinios de antaño, y a su sorprendente corrupción de costumbres de hogaño. Murió la aristocracia en Francia el día en que los representantes del Estado llano hicieron abstracción completa de ella, congregándose, para sus deliberaciones y acuerdos, en la sala del juego de pelota en Versalles. Murió en España desde que se permitió el acceso a todas las alturas políticas y administrativas al pueblo, lo mismo que a la clase media, ofreciéndose aquí el caso singularísimo de que todas las voluntades directivas del país, a partir del establecimiento del régimen parlamentario, son provenientes del pueblo y de la burguesía. Casi no queda aristocracia más que Rusia. La aristocracia inglesa está formada en su mayoría de judíos enriquecidos en el tráfico de los negocios.

De este malestar colectivo, de este malestar de todos, ha partido el grande e irresistible movimiento pesimista de la época. Literatura, artes, ciencias de la abstracción, todo se resiente de este sudario de tristeza que nos cubre de arriba abajo, entorpeciendo la libertad de nuestros movimientos. La filosofía es positivista; la moral determinista; el arte rudo y atrevido, como si la nueva generación artística tuviera la misión de hacer con sus contemporáneos lo que los vándalos y los hunos con los pueblos afeminados y envilecidos que asaltaron para purificarlos. Todo es indicio de un renacimiento o del despertar de una nueva época. Sólo que, por próxima que se halle, yo no podré conocerla, no podré manifestarme en su seno, porque voy a morir. Sin embargo, palpitando entre estas líneas, yo envío a esa nueva época, yo envío al porvenir mis ardientes besos de enamorado.

Creer en el porvenir, ¡bah!, ya es algo. Y yo necesito agarrarme a esa creencia para no morirme de pronto y del todo.

fuente: filosofiadigital

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NOTAS.- (1) La insurrección o motín de Aranjuez, desarrollado en la noche del 17 al 18 de marzo de 1808, trajo como consecuencia el encarcelamiento de Godoy y la abdicación de Carlos IV. Dos meses antes había tenido lugar el procesamiento del Escorial. (2) En la conspiración y el proceso del Escorial (1806-1808) se pusieron ya de manifiesto las malas artes del entonces príncipe de Asturias y futuro Fernando VII en su pugna con Godoy. El príncipe denunció a los que habían conspirado con él, es decir, a Juan de Escoiquiz, al duque del Infantado, al conde de Orgaz, al marqués de Ayerbe, etc. Estos fueron juzgados y absueltos, medida que acabó de desprestigiar al gobierno y preparó el camino para el motín de Aranjuez. (3) El feroz anticlericalismo, que constituye uno de los rasgos singularizadores del naturalismo radical, aparece patente en estas manifestaciones de Alejandro Sawa sobre la Compañía de Jesús. (4) Entre los años 1820 y 1824, como escribe Jover, “asistimos a una crisis definitiva del poder español en América continental, como consecuencia del movimiento liberal iniciado en España, el 1 de enero de 1820, en Cabezas de San Juan, precisamente por el mismo ejército que debía haber embarcado en Cádiz para combatir el levantamiento americano. Está probada la estrecha conexión entre los militares “pronunciados” en España y los caudillos de la Emancipación, a través de las logias masónicas. (5) Durante el trienio constitucional (1820-1823) el conde de Toreno, Martínez de la Rosa, el duque de Frías y Calatrava, y el duque de Anglona constituyeron la Sociedad del anillo, como organización secreta de carácter político. Sus miembros, pertenecientes al liberalismo moderado, procedían de la masonería en su mayor parte, y llevaban una sortija como marca identificativa de la organización. Pretendían una reforma no muy radical de la Constitución y abogaban por un sistema bicameral. (6) La oclocracia es el gobierno de la muchedumbrte o de la plebe. (7) Gabela: tributo, impuesto o contribución que se paga al Estado. (7) A Fray Bartolomé de las Casas (1477-1566), se le ha hecho responsable del nacimiento de la “leyenda negra”, aunque su postura fue siempre la defensa de las posturas humanitarias en la actuación española en América. (8) Eduardo López Bago, uno de los grandes amigos de Sawa, explica que España ha sido maestra en la aplicación de las Reglas para empequeñecer un gran imperio, de Benjamín Franklyn (1706-17090). (9) La I República española se instauró en España tras la abdicación de Amadeo I (11 de febrero de 1873) y se mantuvo hasta el golpe de Estado del general Pavía, el 3 de enero de 1874. (10) La mesocracia es la forma de gobierno en que la clase media tiene preponderancia. Fue adoptada por los regímenes liberales del siglo XIX.

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ALEJANDRO SAWA, Declaración de un vencido, 1887. Biblioteca de Autores Españoles, 1999. Biografía de Alejandro Sawa. FD, 08/01/2009.

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